En el mundo existen personas que sus contemporáneos exaltan y elevan a pedestales reservados para los predestinados; son los seres humanos excepcionales, esos que constituyen referencia obligada, susceptibles de despertar una admiración que echa raíces profundas en la psiquis colectiva, eleva el respeto de sus adversarios y mantiene a sus detractores murmurando a soto voce, para no exacerbar en su contra las iras populares.
Esos seres cuasi predestinados, que seducen a las masas y despiertan
pasiones colectivas que suelen alcanzar
el paroxismo, a veces se sienten
atraídos por los asuntos de interés público y, sin proponérselo, se convierten
en líderes.
Algunos se lanzan a la arena política y se disputan el favor del
pueblo, y muy pocos logran salir airosos; los que tienen el privilegio de
alzarse con cargos de elección popular, llámese Presidente de la República,
Senador, Diputado, Alcalde o Regidor, en su respectivo ámbito se convierte en
un semidiós, de quien depende el alimento, el vestido y el techo de muchos
infelices.
En países donde abundan los damnificados materiales, y también los
damnificados espirituales, el grado de
dependencia entre el líder y sus seguidores es umbilical; no hay nada más
parecido a un feto desvalido en el vientre de su madre que un seguidor ciego y
perrunamente fiel a su semidiós político, sobre todo si ese semidiós es un
Senador, Diputado, Alcalde o Regidor que ha alcanzado, por circunstancias
imprevisibles, un liderazgo que reviste características mesiánicas.
Cuando un liderazgo refulgente, arraigado profundamente en el sentimiento de una masa inmensa de
excluidos sociales que se aferran hasta
la muerte a sus simpatías políticas, de
repente claudica, aceptando como áurea
distinción la sinecura que a ojos de sus
seguidores es una humillación que reduce
a su adorado líder a una
insignificancia, hay motivos para pensar que ya las campanas están tañendo en
pena por el alma de los valores emblemáticos y superiores de la idiosincrasia
dominicana.
La metamorfosis regresiva
del líder, renunciando a volar con la
fuerza de sus propias alas, para
envolverse en el capullo ajeno, acariciando una distinción insignificante y
justificándose con banalidades irrelevantes,
hiere de muerte la esperanza y la
fe de la masa irredenta que persigue sus sueños de reivindicación social junto
a su guía; ante el repentino abandono, siente las bases de su mundo desmoronarse
bajo sus pies, experimenta la
sensación de que le han arrancado las
vísceras y, sencillamente, ante el
extraño e injustificado desvarío de su guía,
¡naufraga! Y, ¡Oh, caprichosas mudanzas de los tiempos! Donde mugió por primera vez el buey criollo, ahí mismo le han clavado una letal estocada.
Mientras tanto el traidor rencoroso se afana por arrastrar al herido animal
simbólico y atarlo en el patio ajeno, con la ostensible intención de convidar
a los carniceros enemigos a descuartizar los restos del buey. Son señales ominosas del
apocalipsis perredeista.
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